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Israel / campaña electoral

Árabes en el laberinto de la kipá

La minoría musulmana pone a prueba la naturaleza democrática del Estado

Anna Pazos Paul Sánchez Keighley Jerusalén , 26/02/2015

 Manifestantes concentrados en la plaza de Sión.
Manifestantes concentrados en la plaza de Sión. ANNA PAZOS

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-¡Quieren más judíos muertos!

Un chico encapuchado señala a los manifestantes concentrados en la plaza de Sión, el centro neurálgico-turístico de la Jerusalén judía. La escena ocurre a mediados de diciembre, a tres días del inicio de Hannukah. Congregadas al pie de una menorá gigante, unas cien personas soportan la llovizna rodeadas de cámaras de televisión y policía antidisturbios.

"Están a favor de los terroristas", insiste el adolescente, jaleado por un séquito de camaradas también encapuchados. Han venido a boicotear la protesta, pero un par de policías les mantienen alejados del follón.

En la plaza, los supuestos defensores del terror blanden carteles en árabe y hebreo en los que se lee "Judíos y árabes nos negamos a ser enemigos", "Sólo el amor puede apagar la llama" y "Stop racismo". Protestan contra el grupo ultraderechista Lehava, llama en hebreo; dos semanas antes, tres de sus militantes prendieron fuego a la escuela bilingüe Max Rayne, el único centro de la ciudad donde árabes y judíos estudian juntos.

Aparte de un aula calcinada, los atacantes dejaron pintadas en los muros del colegio: "No a la integración" y "No hay convivencia con el cáncer". Lehava, que se define como grupo antiasimilación, milita contra la integración de la minoría árabe de Israel. Sus ataques no se dirigen a los palestinos de los territorios ocupados, sino a los que viven en su propio país, tienen su misma ciudadanía y pagan impuestos a su Estado.  

-¡El racismo de Lehava comienza en el Gobierno!, corean los manifestantes a media voz.

Haciendo fotos a esta estampa inusual está Quique Kierszenbaum, fotoperiodista de origen uruguayo afincado en Jerusalén. Su hijo Guil, de 12 años, estudia en Max Rayne. "En el mismo lugar donde les enseñan a leer y a escribir, aprendieron que les pueden quemar la casa", sintetiza sobre el incendio. El reportero se afana en aclarar que esa escuela es una "isla de cordura" en el sistema educativo segregado israelí.

Fue en este mismo lugar donde el pasado julio, paseando con su hijo, Kierszenbaum se topó con una marcha de jóvenes — "hordas violentas" es su descripción literal — que gritaban "Muerte a los árabes". Se habían descubierto hacía poco los cadáveres de los tres jóvenes israelíes secuestrados en Gush Etzión. Aquel día no vino nadie a boicotear la concentración.  

La guerra interna

También fue en la plaza de Sión donde, hace 67 años, una multitud judía celebró el plan de partición de Palestina aprobado por la ONU. Faltaban cuatro meses para que David Ben Gurion, en pie bajo un retrato de Theodor Herzl, proclamara en Tel Aviv el nacimiento de Israel. El líder sionista, de nariz apatatada y aspecto de viejo chiflado, era consciente del derramamiento de sangre que seguiría a su comunicado. Aun así, incluyó en su proclama un llamamiento a los árabes que permanecieron dentro de las fronteras del nuevo país:

"Apelamos (…) a los habitantes árabes del pueblo de Israel para que conserven la paz y participen en la construcción del Estado, sobre la base de una ciudadanía plena e igual, y representación correspondiente en todas sus instituciones".

La realidad fue distinta. Durante las primeras décadas, los más de 150.000 palestinos que quedaron dentro de Israel vivieron bajo control militar, entre toques de queda, detenciones sin juicio y restricciones de movimiento. No obtuvieron plenos derechos hasta 1966. Hoy en día son ya más de un millón y medio, un 20% de la población. Como todo en esta tierra, la terminología tiene doble filo: el Estado les llama árabes israelíes, pero ellos se identifican como palestinos.

Una isla de cordura

Fadi Swidan forma parte de ese 20%. Su cara asoma entre sus rodillas tras tomar asiento en una sala con mobiliario hecho a la medida de un ochoañero. Parece Alicia en el país de las maravillas.

Por la ventana llega una cacofonía de árabe y hebreo; es el patio de la escuela Max Rayne. Ha pasado un mes desde el incendio del aula de primaria. Swidan ha venido a recoger a su hija Liliana, una de las niñas que juegan abajo, para ir a celebrar la Nochevieja a su Haifa natal. Serán de los pocos; el 31 de diciembre es una fecha más en Israel, donde el fin de año se celebra según el calendario hebreo.

Swidan es un ejemplo de árabe que ha prosperado en Israel, sin por eso dejar de sentirse ciudadano de segunda. Tras mudarse a Jerusalén junto a su mujer y sus dos hijos en 2013, se dio cuenta de lo difícil que es ser árabe en la ciudad triplemente santa, donde la segregación es más evidente que en otros lugares. El primer obstáculo fue elegir colegio para sus hijos.

Tratando de mantener el equilibrio en su silla diminuta, Swidan explica que Liliana acabó en el colegio bilingüe por recomendación de amigos. "En realidad, no teníamos plan B", asegura. La alternativa eran los colegios árabes, donde ni aprenden mucho hebreo ni les preparan para entrar en las universidades israelíes, o las escuelas judías, donde Liliana sería un bicho raro.

Max Rayne fue fundada hace quince años desde la convicción de que la escolarización conjunta llevaría a la convivencia. Está al sur de la ciudad, lejos de la plaza de Sión y sus protestas, en la línea invisible que separa la comunidad árabe de Beit Safafa y el barrio judío de Patt. Sus pasillos están llenos de murales con llamadas a la paz; menorás de cartulina comparten pared con árboles navideños y medias lunas de papel maché. Cada clase tiene dos profesores, uno árabe y otro hebreo, que aseguran enseñar tanto la narrativa israelí como la palestina. Es decir, explicar la fundación de Israel y el éxodo palestino que la siguió; la Guerra de los Seis Días y la ocupación de los territorios palestinos; los atentados suicidas y las guerras en Gaza.

Swidan fue uno de los primeros en acercarse a la escuela después del incendio. Denuncia que no fue un acto de odio aislado, sino que el centro llevaba tiempo en el punto de mira de la derecha racista: "Cada dos semanas encontrábamos pintadas de ‘Muerte a los árabes’ en las paredes". El ataque, insiste, fue espoleado desde los medios de comunicación; unos días antes, la televisión israelí había emitido imágenes que mostraban a estudiantes árabes del colegio bilingüe con camisetas negras, "como si fueran del Estado Islámico".

Desde entonces, el colegio ha extremado sus medidas de seguridad. Ahora los alumnos son escoltados hasta casa por voluntarios. Tanto Swidan como Kierszenbaum coinciden en que no se sienten seguros al dejar allí a sus hijos. Swidan cuenta que el día después del incendio, oyó a un niño preguntar: "¿Mamá, nos secuestrarán como a Abu Khdeir?"

Se refería al adolescente árabe que fue quemado vivo por judíos en Jerusalén Este el pasado verano, como represalia al secuestro y asesinato de tres jóvenes israelíes.

Legalizar la discriminación

Más allá de los ataques racistas, la existencia de esta minoría árabe es un desafío para el estatus de Israel como Estado-nación del pueblo judío. Al tratarlos como iguales, corre el riesgo de perder su mayoría judía. Pero, al ser una democracia, tampoco puede discriminarlos abiertamente.

Rehuyendo una decisión definitiva, los sucesivos gobiernos israelíes se han mantenido en una postura ambigua. El resultado: los árabes tienen plenos derechos pero se sienten ciudadanos de segunda.

La Knesset (Parlamento israelí) estuvo cerca de proporcionar una base legal a ese sentimiento. Una semana antes de la quema del colegio bilingüe, el gabinete del primer ministro Benjamin Netanyahu aprobó una propuesta de ley que pretendía oficializar la definición de Israel como Estado-nación de los judíos. Se trataba de una ley básica, el equivalente israelí a una ley constitucional, que de aprobarse pasaría a ser un pilar fundamental de la legislatura del país. Las palabras usadas daban a entender que sus minorías – el 20% de árabes, entre ellos – no tendrían los mismos derechos que los hebreos.

"Si antes Israel se sostenía a partes iguales sobre la democracia y el judaísmo, ahora seríamos ante todo un Estado judío", expone el profesor Mordechai Kremnitzer, vicepresidente de investigación del Instituto Democrático de Israel.

Cuando el Gobierno se disolvió el pasado 8 de diciembre, la Ley de Nacionalidad quedó en segundo plano. Su continuidad en el Parlamento depende de quién gane los comicios de marzo.

La ley causó controversia, pero muchos árabes se la tomaron a pitorreo. Sana Jamalia, una diseñadora gráfica de Haifa, pegó sobre su foto de perfil en Facebook un sello del Gobierno en el que se leía en hebreo: "Ciudadano de segunda clase". Al cabo de unas horas, miles de árabes la imitaron y el fenómeno se hizo viral. La idea era "celebrar" que por fin el Estado había oficializado la discriminación, declaró Jamalia al diario Haaretz: "Preferimos que nos digan directamente que no vivimos en una democracia".

Denuncias al vacío

Salah Mohsen es de esta opinión. Activista y abogado en Adalah, una ONG que asiste legalmente a la minoría árabe, levanta una ceja al oír hablar de esta ley.  "No hubiera cambiado nada", suspira. "Es una ley básicamente declarativa. Israel ya es un Estado judío y para los judíos".

Desde su creación en 1996, Adalah ha llevado a juicio más de 200 casos y en 2007 publicó una propuesta de "Constitución Democrática". Su cuartel general está en Haifa, la ciudad natal de Fadi Swidan, donde nos reciben con café turco y golosinas. En las paredes cuelgan borlas navideñas y pósteres de Martin Luther King.

Mohsen, un hombrecito alopécico con aire desencantado, repite sus reivindicaciones como un mantra a medio gas: "Hay más alumnos por clase en los institutos árabes, sus notas son peores y el acceso a la universidad es mucho más limitado". Además, al controlar el Estado el temario de los colegios árabes, la narrativa palestina es prácticamente inexistente: "Del islam tradicional pasamos a estudiar la historia judía moderna".

Una de sus batallas legales fue contra las Áreas de Prioridad Nacional. En 1998, el Gobierno planteó una división del país en tres zonas: A, B y C. Las poblaciones del área A tenían preferencia a la hora de recibir financiación pública, sobre todo en educación: "De 557 poblaciones, sólo cuatro eran árabes", apunta Mohsen. Dado que las poblaciones árabes tienden a ser más pobres que las judías, la ONG acusó a la división de "aleatoria y discriminatoria".

En 2006 el Tribunal Supremo dio la razón a Adalah y presionó al Gobierno para cambiar la ley. Éste tardó tres años en salir con un nuevo plan que, efectivamente, incluía pueblos árabes en la zona A, pero también aprovechaba para meter en el saco varios asentamientos de Cisjordania.

También la sanidad se ve afectada por la desigualdad de inversiones. Varios poblados árabes de Israel no cuentan con clínica pública propia, y la población local ha de acudir a las de las ciudades hebreas, donde a menudo el personal no sabe hablar árabe.

La alternativa privada

En Jerusalén Este rigen otras normas. Según la comunidad internacional, esta mitad de la ciudad forma parte de los territorios palestinos ocupados en 1967. Pero Israel se la anexionó de facto y ahora comparte ayuntamiento con la parte judía. La unificación no ha hecho que sus poblaciones se mezclen; aún hoy, ir de una mitad de la ciudad a la otra es como pasar de Roma a Marrakech.

"En Israel son las compañías de seguros, que reciben fondos del Gobierno, las que abren las clínicas públicas. Pero en Jerusalén Este, prefieren financiar las privadas", dice Nir Keidar, representante del Ministerio de Sanidad bajo el imponente título de director general adjunto interino para la planificación estratégica y económica.

Estas clínicas privadas son un fenómeno exclusivo de Jerusalén Este. Los businessmen palestinos más avispados supieron que la población local preferiría un centro creado por y para árabes en vez de aquellos proporcionados por el ocupador. Cuando las privadas consiguen suficientes clientes, pueden solicitar financiación pública. El Gobierno, por supuesto, está encantado: tiene un consultorio nuevo, la población contenta y se ha ahorrado la inversión inicial de erigirla y ponerla en marcha.

"Esto no es Israel. Es Palestina", proclama un representante de El-Hayat, un ejemplo de clínica business en Jerusalén Este. Todos los carteles están en árabe y las maneras del personal tienden más hacia el informalismo oriental. Su fundador, Basem Abu Asab, es conocido por haber hecho fortuna con el negocio de la salud. "Se rumorea que ha comprado un equipo de fútbol", dice Mahmud, un abonado en El-Hayat. Se registró porque la calidad y la limpieza son mejores que en las públicas, y además el personal le atiende en su lengua.

Hipócrates en Galilea

Hasta aquí, con judíos y árabes eligiendo hacer su vida en pueblos, escuelas y clínicas separadas, podría parecer fácil hablar de una sociedad segregada. Sin embargo, cuando uno entra en un hospital general tiene la impresión de que la mezcla de árabes y judíos es absoluta, tanto entre pacientes como entre trabajadores.

Nir Keidar enfatiza que para muchos médicos el dinero puede más que el nacionalismo: "Los médicos de Jerusalén Este son libres de decidir si quieren trabajar en Cisjordania o en Israel. Muchos eligen lo segundo porque los salarios son mejores".

Todo esto es propaganda fácil para la hasbará – el sistema de relaciones públicas del Gobierno de Israel-, que trata de lavar su imagen ante el resto del mundo. Sus agentes señalan con orgullo que, durante las guerras contra el Líbano, se atendió a libanesas embarazadas que fueron a dar a luz en Israel; que los líderes de Hamas, la organización islamista que gobierna en la Franja de Gaza, envían a sus allegados a los hospitales de la "entidad sionista" que pretenden destruir; y que los centros médicos hebreos incluso han abierto sus puertas a soldados y civiles sirios heridos en la guerra civil.

Esto es lo que ha ocurrido durante el último año en el Centro Médico de la Galilea Occidental, que atiende a los cerca de 600.000 habitantes del noroeste del país. Esta fértil región que combina costa y montaña está moteada por centenares de pueblos, la mitad de los cuales son árabes. La representante de prensa del hospital, Sara Paperin, explica que muchos pueblos de la zona no tienen clínica propia, por lo que el hospital se convierte en un punto de encuentro entre judíos y árabes que, de lo contrario, no saldrían de sus respectivos pueblos.

El doctor Marwan, árabe musulmán con cara de bonachón, es el encargado del departamento de traumatología y neurocirugía, donde tienen una sala reservada para soldados sirios.  En una camilla, un hombre cubierto con una manta hasta el cuello mira con expresión vacía la pared de enfrente. Marwan se le acerca sonriente y le pone la mano en el hombro:

-How are you? Do you speak English? We have some journalists here!

El traumatólogo le da la espalda con una risilla digna del Dr. Hibbert:

-Tiene casi todo el cuerpo quemado, por eso se cubre con la manta.

La hasbará elige con cuentagotas las instituciones, historias y personajes que publicitará en el exterior para que Israel parezca un país de ponis, arco iris y chucherías. Sin embargo, para una joven con inclinaciones liberales como Sara Paperin, hacer de relaciones públicas para el hospital se lo pone fácil. El centro médico no necesita sirios para alardear de inclusivo: por los pasillos se cruzan mujeres con chador y hijab; hombres con kipá y estrellas de David pendiendo del cuello; y señores regordetes con el característico bigote de cepillo de la comunidad drusa. La cantina del personal suena como el patio de la escuela Max Rayne.

-Ya sé que esto es hasbará - ríe Paperin - pero es todo verdad.

El director del centro, el doctor Masad Barhoum, es el primer árabe que ha ocupado este cargo en la historia de Israel. Sin embargo, al señalar todo esto a los abogados de Adalah, Salah Mohsen se apresura a contrarrestar:

-En los hospitales de Israel, los árabes suelen trabajar como médicos o enfermeros. Raramente les verás ocupar un cargo administrativo. Me sorprendería mucho si el porcentaje llegara al 20%.

Su colega Tom Mehager, judío y activista en Adalah, añade con risa amarga: "Hablar del hospital de Galilea Occidental es también ir a fijarse en la excepción. Si habéis dado con un sitio así, ya tenéis titular: ¡Hemos encontrado un lugar donde no hay discriminación!". Otra isla de cordura, igual que la escuela Max Rayne.

-¡Quieren más judíos muertos!

Un chico encapuchado señala a los manifestantes concentrados en la plaza de Sión, el centro neurálgico-turístico de la Jerusalén judía. La escena ocurre a mediados de diciembre, a tres días del inicio de Hannukah. Congregadas al pie de una menorá gigante,...

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Autor >

Anna Pazos

Autor >

Paul Sánchez Keighley

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